Nunca hubiera imaginado que la cara de un antiguo presidente plasmada en una vieja moneda dictaría mi destino: días increíbles, arrastrado por la corriente de un río cual Huckelberry Finn del siglo XXI, de viaje en busca del mítico Amazonas. Y es que está muy bien planear un viaje y es muy bonita la comodidad, pero hay veces, ¿qué os diría yo?, hay veces que las circunstancias te instan a tirar una moneda al aire, a confiar en la suerte y lo que tenga que ser será…

04:00 a.m.: Puerto Francisco de Orellana, en Ecuador

La moneda cayó y la cara de George Washington (el dólar es la moneda de curso legal en Ecuador) me instaba a hacer las maletas cuanto antes, pues el último bus hacia la selva salía en menos de dos horas. Llevaba los tres días anteriores en Quito, impresionante capital Patrimonio Cultural de la Humanidad, pensando cuáles serían mis siguientes pasos y dudando si cruzar a Colombia por la frontera sur y visitar Ipiales y su impresionante Santuario de las Lajas, del que me habían hablado maravillas, u optar por los paisajes selváticos del este, de los que me había enamorado ya antes en el norte de Bolivia.

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A todo correr metí los bártulos en la mochila y me dirigí a la estación de autobuses para coger el último transporte del día hacia la pequeña ciudad Puerto Francisco de Orellana, en la región amazónica de Ecuador, a la que llegué a las 4 de la mañana.

Sin saber muy bien cómo, de improviso me encontré envuelto en la oscuridad, acompañado por perros callejeros en una ciudad de la que sólo sabía que estaba a la orilla de un río que desemboca en el Amazonas y del que a veces salen barcos que van a parar allí. En mi bolsillo George Washington descojonado de la risa.

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Así pues, le pedí a un taxista nocturno que me acercase al muelle. La recomendación del conductor era que me buscase algún alojamiento hasta la mañana, pues los barcos suelen salir sobre las 7 o las 8 a.m., pero finalmente opté por quedarme a la vera del río, ya que teniendo en cuenta la hora, la espera no sería muy larga. A eso de las 6 de la mañana apareció un hombre en bicicleta que, mirándome extrañado, me dijo que ese día no habría turno de barco y que si quería ir a la frontera tendría que esperar hasta el día siguiente. Me extrañó que ese hombre me dijera “si quería ir a la frontera” cuando yo lo que quería era llegar a ver el Amazonas. En algún lugar había leído que había un barco que bajaba todo el río Napo hasta su desembocadura en el gran río.

Opté, ya sí, por buscarme un alojamiento donde poder dormir el día que tenía por delante y me di una vuelta por la villa, preguntando por ese barco del que yo había leído y que me llevaría a mi destino. Sorpresa la mía al descubrir que ese transporte ya no existía o, mejor dicho, había existido, pero estaba averiado en algún lugar de la Amazonía brasileña y así llevaba más de 6 meses. Pero ya era tarde para volver atrás. No me iba a conformar con eso. Yo quería seguir avanzando y volver a ver la selva y sus paisajes. Así que así empezó la aventura de mi viaje al Amazonas.

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Un cuartel en medio de la selva peruana

Al día siguiente, madrugón mediante, me presenté otra vez en el muelle al amanecer, donde me encontré una lancha a rebosar de personas, cada una de ellas con sus respectivos sacos de víveres, machetes y macutos. Me dijeron que la lancha salía en breves y que, efectivamente solo iba hasta la frontera con Perú, en medio de la nada. “Ya que estamos…” fue mi pensamiento y adentro que fui.

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Diez horas tardamos en cubrir los casi 200 kilómetros hasta Nuevo Rocafuerte, la última ciudad ecuatoriana a orillas del Napo. Diez horas en las que la lancha iba haciendo diferentes paradas en las que mis compañeros de viaje se iban bajando en pequeños poblados en medio de la selva. Algunos ni se veían, solo se intuían detrás de la maleza.

En Nuevo Rocafuerte conocí a otros extranjeros que querían hacer lo mismo que yo y seguir el trayecto de camino al Amazonas. Una pareja, “old hippy style”, ella portuguesa él israelí, llevaban esperando allí 3 días por un nuevo medio de transporte. Junto a otra pareja estadounidense decidimos unirnos, cruzar la frontera con Perú y ver si allí se nos presentaba la oportunidad de continuar río abajo.

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Al día siguiente, un cuartel del ejército peruano nos anunció que estábamos cambiando de país, mientras un paisano, gorra raída en la cabeza y pitillo en la comisura de los labios, conducía una pequeña canoa con motor en la parte trasera y con nosotros dentro.

Llegamos a Cabo Pantoja, primer pueblo peruano de este inusual trayecto y, tras indagar un poco sobre las posibilidades de seguir nuestro viaje y ver que eran complicadas, decidimos volver al cuartel del ejército y preguntar allí. Al ser un servidor el único hispano hablante de este grupo extraño que formamos, de repente me encontré en la situación de estar negociando mano a mano con un comandante del ejército peruano el precio de una barca que al día siguiente nos llevase mas cerca de nuestro destino. Y… un servidor nunca fue un gran negociador, por lo que el precio de la lancha no disminuyó ni un misero sol, pero al menos conseguí que el comandante Ceballos, que así se llamaba, nos dejase dormir en las instalaciones y nos diese de cenar. Así, esa noche dormimos en unas hamacas colgadas de los mástiles de una cabaña sin paredes, al fresco, techada con ramas secas, con vistas al río y a la selva y acompañados de los gritos nocturnos contra del país vecino por parte de los soldados de guardia.

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A la mañana siguiente, aún sin salir el sol, un cabo y un soldado nos acompañaron a la nueva lancha que conducirían hasta Santa Clotilde, una comunidad nativa peruana ya cerca de mi ansiado río Amazonas. Fueron unas doce horas de viaje, horas de paisajes simples e increíblemente bellos. El blanco de las nubes, el azul celeste del cielo, el verde variado de la inmensidad de la selva partida por el marrón pardo del río Napo por el que navegábamos. Colores que con el paso de los días y dependiendo de la hora cambiaban completamente para dar paso al naranja brillante sobre negro de la puesta de sol y los morados fantasmagóricos justo antes del amanecer.

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En Santa Clotilde, allí en el medio de la Amazonía, recuerdo haberme tomado una de las cervezas que más ricas me han sabido en la vida. Una Iquiteña, bien fresquita, en una casa local con vistas al río donde los chavales lugareños jugaban en pequeñas canoas de madera.

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Por fin, Amazonas e Iquitos

El último día de trayecto, madrugando una vez más, salimos en una nueva lancha, esta vez rápida, que nos llevaría hasta Mazán, otro pequeño pueblo situado en una península creada por el río Napo y el Amazonas, donde el primero desemboca. La lancha nos dejó, como digo, en Mazán y allí y para ahorrar una vuelta considerable, un mototaxi me llevó raudo y veloz por una pequeña “carretera” de arena hasta la otra punta del pueblo, a orillas, ya por fin, del Amazonas.

La inmensidad hecha río. Así fue mi primera impresión del Amazonas. Mi destino soñado tan solo unos días antes en un pequeño alojamiento de Quito, en la sierra ecuatoriana.

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Aún tendría la oportunidad de navegarlo antes de llegar a Iquitos, la capital de la Amazonía peruana y la ciudad más poblada del mundo sin acceso terrestre al mar. De pasar unos días bastante interesantes en esta ciudad, visitando barrios que se inundan cuando crece el río y mercados en los que venden manjares tan exóticos como carne de tortuga o cocodrilo y en los que me querrían vender un pequeño mono por 8 euros al cambio.

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Y sí, volvería a recorrer el Amazonas río abajo de camino a la triple frontera peruana, colombiana y brasileña, un pequeño trayecto con reminiscencias de diarios de motocicleta. Aunque esto ya serían otras historias diferentes. Tan diferentes como la que hubiese sido si en aquella moneda hubiese salido cruz… Pero al final lo que me llevo es un viaje al Amazonas que jamás olvidaré.

Y vosotros, ¿habéis tenido alguna aventura viajera inolvidable?

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