Caras de asombro y la eterna pregunta: “¿A Polonia? ¿Qué hay en Polonia?” Eso es lo que dice la gente cuando dices que quieres viajar al país que vio nacer a Chopin, Copérnico o Juan Pablo II; el país de las sopas, las casas de colores, los bares en sótanos, de la leyenda del dragón y la sirena guerrera, de los montes Tatra y los lagos de Mazuria, de los bisontes y el vodka con manzana… No es conocido, no sé muy bien por qué, pero no “llama” y si fuera por mí, debería hacerlo a gritos, aunque quizá sea mejor que no… para que mantenga la esencia y rincones de cuento.
Yo llegué la primera vez a Polonia en diciembre. Pasamos las primeras horas esperando un tren que nos llevara a nuestra casa polaca, con el billete en la mano congelada. Al final, unos chicos nos ayudaron con las maletas a recorrer los vagones llenos de gente. Empezaba la aventura. Fui una inconsciente, como siempre, subiendo en el tren con un chico al que no conocía y cargaba mi mochila… pero no había más opción y la verdad es que si no llega a ser por ellos aún estaría en Varsovia. En el compartimento: ellos, un cura y una señora mayor que no paraba de hablarme y a la que yo sonreía mucho porque no entendía nada. Tenía catarro y me ofreció unas pastillas. Recuerdo la cara de espanto de mi amiga que decía que en los trenes del este daban pastillas para dormir a los viajeros y robarles hasta el alma, pero yo no podía negarme y lo máximo que podía llevarse aquella viejita iba a ser una cartera con unos pocos zlotys y mis marianos pa´l frío. Me invitó a su casa y me dio un abrazo tan fuerte cuando nos bajamos, que tuve la certeza de que todo en Polonia estaría bien… Fueron muchas las veces que me ayudaron desconocidos en los trenes, en las estaciones y en las calles cuando me perdía. Los polacos te ayudan como pueden sin dudarlo y les encanta y se mueren de risa cuando chapurreas su idioma.
Y así, con esa bienvenida, ¿cómo no iba a coger trenes y arriesgarme a perderme? Además de trabajar y aprender polaco, empecé a viajar por el país: Poznan con su plaza de casas de colores y las cabras del reloj del ayuntamiento, me conquistó al instante bajo una capa de nieve, y Varsovia, que siempre recomiendo conocer primero porque dejarla para el final puede resultar decepcionante, me dio una visión de un país en pleno auge, con edificios modernos que se mezclan con ese estilo feo y gris de las construcciones soviéticas y ese aire de haber sobrevivido valiente a tantos años de cruda historia…
Y luego Torun, ciudad medieval a orillas del Vístula, donde te puedes inflar a comer pierniki torunskie y que sirve de parada antes de llegar a Gdansk, esa ciudad de la que te enamoras desde que pones un pie en la Ulica Dluga pensando qué recuerdito de ámbar querrás llevarte. Recorrer las calles buscando la oficina postal desde donde se intentó avisar de que empezaba la guerra, parar en iglesias de todos los tamaños, disfrutar de una cerveza en una terraza mientras ves pasar la gente…
¡Me dan ganas de volver mañana!, y dejar Cracovia para el final, porque no sé si es verdad o no que hay un chakra de energía en la ciudad, pero allí se está la mar de bien, paseando por la plaza del mercado, disfrutando de los colores de la iglesia de Santa María, con la melodía de la trompeta a cada hora… Subir a la colina de Wawel por un lado que pocos conocen y asomarte por una puerta para tener ante ti el castillo que despierta la imaginación y te hace ver de pronto al rey Kazimierz asomándose por la ventana planeando cómo matar al dragón que suelta fuego por la boca junto al río… Sin olvidarse de pasear por el barrio judío y parar en un puesto a comer zapiekanka, visitar la sinagoga vieja y “estar”, simplemente dejar pasar el tiempo y respirar la vida de la ciudad en un país que ha muerto tantas veces y sigue vivo.